Abel Barrera*
Será
infructuoso que los gobiernos apelen al diálogo con los integrantes de las autodefensas y las policías comunitarias, pues éstos no
podrán dejar de sentir que pende sobre ellos la amenaza ejemplificada en el
caso de Nestora: esa que advierte que en unos meses, el mismo funcionario que
hoy les da la mano puede terminar festejando su encierro en un penal federal.
La
advertencia la hicimos en este espacio hace algunos meses, cuando comenzaba a
perfilarse el doble rasero con que el gobierno federal hizo frente a los
desesperados esfuerzos de las comunidades rurales de Michoacán y Guerrero para
defender su vida y su seguridad. Doble rasero expresado en una reacción
ezquizofrénica: por un lado, reconocimiento oficial para las autodefensas
michoacanas; por otro, persecución contra las policías comunitarias de
Guerrero.
Tristemente,
el paso del tiempo confirmó lo advertido. Si bien una facción de las
autodefensas michoacanas se ha incorporado a los esquemas propuestos por el
gobierno federal, el sector que permaneció reacio a los ofrecimientos
gubernamentales enfrenta hoy un embate que busca minar su rebeldía. El injusto
encarcelamiento del doctor Mireles es emblemático de esta contraofensiva.
Pero lo
ocurrido en Michoacán debe verse a la luz de la compleja coyuntura nacional.
Una vez más la realidad de Guerrero anticipó el golpe contra Mireles. Hace unos
días, en una acción igualmente arbitraria, fue detenido Marco Antonio
Suástegui, líder histórico del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras al
Proyecto Hidroeléctrico La Parota (Cecop); un proyecto social y ambientalmente
inviable que hoy redita el Programa Nacional de Infraestructura, bajo el nombre
Proyecto Hidroeléctrico Nuevo Guerrero. Tras ser víctima de torturas y tratos
crueles, Suástegui fue trasladado a un penal federal.
La pauta
de actuación en ambos casos es similar. Mediante acusaciones dudosas,
aprovechando la venalidad de procuradurías –que persiguen líderes sociales con
una celeridad ausente cuando se trata de los verdaderos delincuentes– y la docilidad
de jueces –que pese a las recientes reformas constitucionales no hacen control
de las detenciones en clave de derechos humanos–, en ambos casos el gobierno
federal ha encerrado líderes sociales en cárceles de alta seguridad. Suástegui
y Mireles duermen hoy en penitenciarías que, bajo el paradigma de la mano dura,
fueron erigidas para recluir a las personas acusadas de los delitos que más
agravian a la sociedad. En cárceles similares se encuentran Nestora Salgado,
Gonzalo Molina, Arturo Herrera y los comuneros de Aquila, entre otros.
No se
trata de una medida nueva. En el largo plazo, basta con evocar como el régimen
porfirista empleó la remota cárcel de San Juan de Ulúa para hacer especialmente
severa la reclusión de los presos políticos. En el plazo más inmediato basta
recordar cómo líderes sociales de Atenco y Oaxaca fueron recluidos en Almoloya.
En el México contemporáneo, el uso político de la cárcel se vuelve nítido
empleando el método del contraste: para los líderes sociales, cárcel federal e
incomunicación; para quienes son acusados de delincuencia de cuello blanco –como
Elba Esther Gordillo o Amado Yáñez–, privación de la libertad en recintos
médicos. Entre algodones, pues.
El
traslado arbitrario de luchadores sociales a prisiones en extremo severas es
una medida que busca, al menos, tres fines deliberados: obstaculizar la defensa
en perjuicio del debido proceso; restringir las posibilidades de que las
personas expongan su versión ante la sociedad, y, sobre todo, socavar la
personalidad rebelde de los líderes. Por ello, esta medida atenta contra los
derechos humanos. En los Principios y buenas prácticas sobre la protección de
las personas privadas de libertad en las Américas, la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos expresamente ha señalado que los traslados no se
deberán practicar con la intención de castigar, reprimir o discriminar a las
personas privadas de libertad, a sus familiares o representantes.
En
contraste con las cuentas alegres presentadas al anunciar el Programa Nacional
de Derechos Humanos, el verdadero talante del gobierno peñanietista en la
materia comienza a dibujarse con el uso desviado y politizado de los penales
federales. Que gobiernos estatales, como el de Ángel Aguirre en Guerrero, usen
el disfuncional sistema de justicia contra luchadores sociales y defensores de
derechos humanos es una práctica recurrente, frente a la cual los propios
movimientos tienen ya capacidad de reacción; pero que desde el gobierno federal
se facilite y se incentive el uso de las cárceles de seguridad media o máxima
para descabezar movimientos es señal perniciosa de un autoritarismo renovado.
Por eso, demandar la excarcelación de Mireles, Suástegui, Salgado, Herrera,
Molina y los comuneros de Aquila debe ser un objetivo común. Exigir que se les
respete el debido proceso y que sus condiciones carcelarias sean acordes a los
hechos que se les imputan y a su perfil es el primer paso en esa lógica.
Teniendo
en el horizonte la profundización del despojo territorial que anuncia la
reforma energética y tomando en cuenta la tónica del sexenio, no es un
ejercicio de retórica hueca preguntar quién es el siguiente compañero o
compañera del México de abajo que en los próximos meses podría compartir celda
con alguno de los más peligrosos capos del narco. Pero más
allá de este horizonte poco halagüeño, el desplante gubernamental no debe
confundirnos: lo que en su soberbia ignoran quienes deciden estos
encarcelamientos es que el nivel de organización de los movimientos de abajo no
depende sólo de los liderazgos históricos, sino de construcciones horizontales
y plurales. En La Parota, por ejemplo, la resistencia del Acapulco invisible
continuará y Marco Suástegui se multiplicará en los jóvenes de las comunidades
ribereñas que, desde las márgenes del río Papagayo, se encuentran en alerta
máxima ante la inminente reactivación de La Parota, al tiempo que exigen la
liberación del indómito Marco Antonio.
*Centro
de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
0 comentarios:
Publicar un comentario