Oscar Martinez
Ríen
con saña en la mesa del fondo. En una esquina de este galerón de metal,
asbesto y malla ciclón, en la última mesa de plástico blanco, las tres
mujeres se desternillan al recordar la noche anterior. La razón de la
algarabía no queda clara. A unos metros de ellas, sólo una frase logra
escucharse completa: “Cayéndose andaba el viejo pendejo”. Y las
risotadas vuelven a estallar. Es difícil imaginar que esas mismas
mujeres escandalosas sean las que luego llorarán al hablar de su pasado,
al recordar cómo llegaron aquí.
Se ríen de un cliente que anoche, en su intento
por bailar con una de ellas y alcanzarle una nalga, un pecho o una
pierna, daba tumbos por el antro, hasta que terminó en el suelo.
El centro botanero (así llaman en la zona a estas
cervecerías) donde resuenan las carcajadas es un predio techado de unos
50 metros de largo por 20 de anchura, con 35 mesas blancas y piso de
cemento. Las 25 muchachas que trabajan aquí han empezado a llegar. Al
fondo, desde la barra de cemento, ya se despachan baldes de cervezas y
pequeños platos con trocitos de carne de res o diminutas porciones de
sopa o alitas de pollo. La botana.
Las que ahora al mediodía aparecen por la calle de
tierra que llega hasta la puerta del local son ficheras, meseras que
trabajan por fichas. Literalmente. Círculos de plástico que les dan por
cada cerveza que un cliente les invita. Al final de la noche, cuando
falte poco para que el cielo claree, irán a la barra y cobrarán las
fichas que se han ganado bailando con los clientes o sentándose en sus
piernas o sólo escuchándolos. Cada cerveza, si es para ellas, cuesta 65
pesos (unos seis dólares). Y si no hay cerveza, no hay compañía. Pero
las que se ríen al fondo son bailarinas. Esperarán a que llegue la noche
para subir al escenario del antro de al lado, conectado al centro
botanero por un traspatio terroso, y bailar dos piezas retorciéndose en
el tubo de metal hasta quedar desnudas.
A este centro botanero lo llamaremos Calipso, uno más entre las
decenas de antros que retumban cada noche en esta zona. No diremos dónde
se ubica porque ése fue el trato para entrar en él. Pero el sitio
exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas
de tolerancia de la frontera entre México y Guatemala. Está del lado
mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne.
Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos
pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche.
Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad
Hidalgo… Todas son poblaciones donde la diversión huele a baratos
aceites de fruta mezclados con sudores, tabaco y alcohol. Todos son
antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, también el Calipso, son
sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde
las hondureñas, las salvadoreñas, las guatemaltecas y las nicaragüenses
abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía, como se suele
llamar a estas chicas, es centroamericana.Los dueños manejan con hermetismo sus sitios. A fin de cuentas, emplean a centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de los lugares tiene un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerradas con él, no sin que éste antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos, dicen “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas “ocuparon” para el momento.
Al Calipso llegué de contacto en contacto. De una
ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje a Luis Flores,
representante de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga,
que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora
del Calipso porque es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas.
Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de
repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se
hablaría con las muchachas.
Aun así, esta administradora es una aguja en este
pajar. En otros bares ni a Rosemberg le permiten entrar, y ya ha habido
intentos de linchamiento contra periodistas que han querido filmar las
zonas de tolerancia. Esta administradora no sólo accedió, sino que se
encargó de decir a las muchachas que no tenían por qué desconfiar, que
no se trataba de ningún policía encubierto. Una aguja.
El ostracismo se ha convertido en un firme candado
ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños
de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su
voluntad. Desde que en 2007 se aprobó la ley para prevenir la trata de
personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en
foros, y el título “trata de blancas” suena cada vez más. Y ese título
no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas
a la prostitución sin su consentimiento. Y ese fantasma es viejo porque
la trata ocurre en esta frontera desde hace décadas. Pero sus
mecanismos son finos, y su telaraña, difícil de descifrar.
Lejos de la imagen prejuiciosa que uno puede
generarse —hombre mal encarado custodia a niñas enjauladas—, la trata en
esta frontera es un complejo sistema de mentiras y coerciones que
ocurre a diario y de espaldas a la vida de los habitantes de estos
sitios. Por eso es tan importante hablar con las chicas del Calipso,
porque ellas ayudan a entender sobre el terreno este mundo donde la
trata es un fantasma. Víctimas o no, ellas contarán lo que deseen.
Desconfiadas, con toda razón, y reservadas ante la palabra trata, una a una, esas tres mujeres que aún se desternillan, se sentarán a regalar sus testimonios alrededor de una mesa.
Sola en el mundo
Las carcajadas más estruendosas sin duda son
las de Érika, un nombre ficticio, como todos los de las prostitutas con
las que hablaremos. Un fino chorro de voz con un dejo infantil que
aumenta en volumen hasta convertirse en una risa aguda que sale de una
boca abierta de par en par y es acompañada por el palmeo de sus manos.
Tez blanca, cabello rojizo, rizado, sostenido hacia atrás por una
diadema. Hondureña de Tegucigalpa. Treinta años. Bailarina. Rolliza, de
piernas y torso gruesos, pero de cuerpo curvilíneo. Bajita y alegre.
Burlona.
“A ver, papaíto, ¿qué es lo que va a querer?, ¿en
qué le podemos ayudar?”. Érika se sienta a la mesa. Pide una cerveza.
Son las 13:30 de la tarde. Después de ésta, tomará una tras otra hasta
más allá de la medianoche.
Ella salió de su país a los 14 años y dejó a los
dos gemelos que parió cuando tenía 13: “Iba para el Norte —y el Norte en
este camino siempre es Estados Unidos—. Lo que todos buscamos, una
mejor vida”. Venía con otros cinco niños; a ellos “les pasaron
accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika
prefirió quedarse en Chiapas. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta
zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que
pocos, muy pocos, hablan con claridad. Llegó un lunes o un miércoles, no
lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.
—¿Pero cómo una niña de 13 años queda embarazada y decide migrar?
Érika voltea a ver hacia atrás, hacia la mesa de
donde siguen saliendo risotadas. En el Calipso hay otras dos mesas
llenas. En una de ellas, los hombres ya bailan con dos ficheras, y las
alitas de pollo y los trocitos de carne son despachados con prisa desde
la barra.
—Salgamos de aquí, no me gusta que me vean llorar mis compañeras.
En este mundo de piedra las lágrimas son un
defecto. Afuera es una calle de tierra que lleva hacia otro antro. Un
callejón sin salida. Adelante, otro burdel y una casa de huéspedes. Un
eufemismo para llamar al complejo de cuartos donde las prostitutas
llevan a sus clientes.
—Es que nunca conocí a mi familia. O sea, que yo
soy de Honduras, pero soy de esa gente que no tiene papeles, pues. Nunca
tuve un acta de nacimiento. O sea, como si uno fuera un animal.
Le contaron que su mamá trabajaba en el mismo
ambiente: “En la putería, como yo”. Dice que cuando era un bebé, su mamá
la regaló a una señora que se llama María Dolores. Y de esa señora
Érika se acuerda muy bien: “Esa vieja puta tenía siete hijos, y
nosotros, mi hermanito gemelo y yo, no éramos como sus hijos, sino como
sus esclavos”. Hermanito le dice siempre, aunque él sería un hombre de
30 años ahora, si no hubiera muerto cuando tenía seis.
¿Cómo era su vida? De esclava, como dice ella. Con
cinco años, el trabajo de Érika era ir por las calles de su comunidad
vendiendo leña y pescado. Si cuando la niña regresaba aún le quedaba
algo, si Érika no lograba venderlo todo, María Dolores la azotaba con un
cable eléctrico hasta abrirle surcos en la espalda. Luego cubría esas
heridas con sal, y obligaba a su hermano a que se las lamiera. Un día de
ésos, un día de lamerle la espalda, su hermano murió; ahí, en el suelo
donde ambos dormían. De parásitos, dijeron. Érika está convencida de que
esos parásitos salieron de los surcos de su espalda. Llora y rechina
los dientes con rabia. Al lado se estaciona una camioneta. Tres clientes
más entran al Calipso.
—El día que mi hermano se murió yo también
enfermé, me llevaron al hospital, y nunca más me llegaron a traer.
Después de eso, empecé a vivir como un borrachito de la calle, entre
basureros.
Dos años anduvo así. Vendiendo esto, cargando
aquello, pidiendo por ahí, durmiendo en cualquier esquina. A los ocho
años se topó con María Dolores, la señora de los latigazos, que la
convenció de volver a su casa. “Yo estaba chiquita, no entendía muy
bien, así que me fui con ella”.
Los golpes disminuyeron, pero la vida empeoró. Omar, uno de los hijos de la señora, que tenía 15 años, empezó a violar a Érika:
—Por eso yo me pregunto: ¿cómo voy yo a entender
de sexo normal si me acostumbré a que él me amarraba de pies y manos y
entonces me hacía el sexo?
Sentada en un bordillo de la calle de tierra,
sollozando afuera del Calipso, Érika empieza a dibujar el perfil de las
migrantes centroamericanas que dan vida a la noche fronteriza. Muchas de
ellas sin estudios, provenientes de una vida de desintegración
familiar, maltrato y agresión sexual, llegan niñas a los burdeles,
incapaces de distinguir entre lo que es y lo que debería de ser. Carne
de cañón.
“Si no partís de la realidad social de nuestros
países, no vas a entender”, me había explicado el guatemalteco Luis
Flores, encargado en Tapachula de la OIM, que desarrolla proyectos en la
zona y atiende a centroamericanas víctimas de trata. Convertidas en
mercancía: “Vienen violadas, acosadas, de familias disfuncionales, donde
muchas veces su padre o su tío las han violado. Muchas nos han dicho
que ya sabían que en este viaje las iban a violar, que es una cuota que
hay que pagar. Se calcula que ocho de cada diez migrantes mujeres de
Centroamérica sufren algún tipo de abuso sexual en México, según el
gobierno guatemalteco [seis de cada diez, según un estudio de la Cámara
de Diputados mexicana]. Viajan sabiendo eso, que abusarán de ellas una,
dos, tres veces... El abuso sexual perdió sus dimensiones. Desde ahí
entendé el fenómeno de la trata. Saben que son víctimas, pero no se
asumen como tal. Su lógica es: ‘sí, sé que esto me pasa, pero ya sabía
que me pasaría’”.
Hay, como dice Flores, una expresión acuñada en
este camino de los indocumentados: “cuerpomátic”. Hace referencia a la
carne como tarjeta de crédito con la que se puede conseguir seguridad en
el viaje, un poco de dinero, que no maten a tus compañeros, un viaje
más cómodo en el tren... Érika, la niña violada desde los ocho hasta los
13, parió a sus gemelos cuando le faltaban seis meses para cumplir los
14. El relato de pandemónium sigue, como si su única posibilidad fuera
empeorar.
—Yo no sabía qué era el embarazo, sólo sentía que
engordaba. La señora me acusó de puta. Le dije que era de su hijo. Y me
dijo que yo era como mi madre, una prostituta, y que yo también iba a
dejar a mis hijos como perros. Entonces me volvió a tirar a la calle. Me
sacó desnuda, como por cinco cuadras, del brazo, hasta el parque, ahí
me dejó, y desde ahí tuve que volver a empezar.
Y volver a empezar fue volver a la limosna, a la
basura, a las esquinas. Ahí parió, en esas calles, y entonces decidió
probar suerte. Dejó a sus hijos con una vecina y emprendió el viaje
hacia Estados Unidos con otros cinco niños. Pero, tras escuchar que éste
es un camino de muerte y vejaciones, tras ver a sus amigos mutilados,
decidió quedarse. No sabe si fue un lunes o un miércoles cuando llegó al
hotel Quijote.
“La mayoría empieza como meseras comunes. Luego se
hacen ficheras y terminan prostituyéndose, generalmente llegan hasta
ahí con engaños”, explica Flores una lógica que también se puede leer en
el libro del investigador Rodolfo Casillas, La trata de mujeres, adolescentes, niños y niñas en México, un estudio exploratorio en Tapachula.
En este texto también se establece el escandaloso rango de edad en el
que se ubican las mujeres a las que se prostituye: “De 10 a 35 años,
difícilmente de más. Aunque el problema de la trata se recrudece entre
las que son menores de edad, principalmente las que tienen entre 11 y 16
años”.
Desde el restaurante del hotel Quijote, Érika escuchaba propuestas.
—Llega un cabrón y me dice: “Vámonos, yo te
consigo lugar en un bar, vas a ganar más”. Entonces si te apendejás, sí
es un problema. Un montón de hombres te dicen eso: “yo te alojo, te
consigo papeles, te consigo trabajo”, pero vas gastando en comida,
transporte, hospedaje.
La bailarina hondureña se guarda sus detalles.
Como la mayoría de testimonios de trata, se cuentan en tercera persona, y
nunca se sabe si un relato de otra es un trozo de la autobiografía de
la que habla. Incluso entre ellas la trata es un fantasma. Si le
ocurrió, le ocurrió a otra.
Érika asegura que no se dejó engañar: “No me
apendejé”. Que fue ella, por su propia voluntad, la que dejó el Quijote y
se fue a un antro. Que aquella niña con un parto fresco se plantó
frente a la dueña del local y le impuso sus reglas: “Yo vengo a trabajar
de bailarina, pero no me vas a tener encerrada como a las demás. Yo no
soy pendeja. Aquí trabajo cada noche”, termina, “y me pagan de una vez:
es que como me crié en la calle, sé defenderme”.
Entonces, hay que preguntar por las otras.
—¿Cómo tenían a esas otras mujeres?
—Estaban encerradas, no las dejaban salir. Sólo un
tiempo de comida les daban. El hombre que las llevó ahí les dijo:
“Buena onda, vas a trabajar, pero tenés que pagar”. Es que la persona
que te lleva pide un dinero por una al dueño del bar, y eso te lo va a
sacar el del bar a ti. Te llevan a venderte, pues. A mí nunca me
hicieron eso. A las demás sí, porque son pendejas.
Esta razón se repite como justificación de los
testimonios: la culpa es de las que se dejan. Pero las que se dejan,
como explica Flores, son muchachas inocentes, sin educación, que no
saben de denunciar nada, que son fáciles de amenazar: “¡Si te escapás,
llamo a Migración y te meten presa!”. “Es un problema de docilidad”,
explica el guatemalteco. De 250 migrantes violadas que la oim detectó en
un proyecto de atención, sólo 50 se dejaron ayudar, no se diga
denunciar, sino ser asistidas médica y psicológicamente. El resto asumió
que era inútil, que les volvería a pasar, que faltaba mucho camino.
El mundo de la migración —aunque hay actos de
solidaridad entre migrantes centroamericanos— es un mundo de sálvese
quien pueda. El camino es duro, y los momentos para la ternura son
escasos. Muchas de las reclutadoras de carne nueva para los prostíbulos
son las mismas centroamericanas que contra su voluntad llegaron a
trabajar en ellos y que, años después, reciben algún dinero por ir a
convencer a otras muchachas en sus pueblos, a prometerles lo que a ellas
les prometieron: “serás mesera y ganarás bien”.
Flores tiene un nombre para esto: efecto espiral:
“Yo, hondureña, salvadoreña, guatemalteca, llegué aquí a los 15, tuve
que pasar por eso, y ahora tengo mi empresa que es hacerle eso mismo a
otras”.
Érika recuerda con asco sus primeros días de
prostitución. Aquéllos cuando dentro del antro cerraba el trato con el
cliente con el que fichaba, y se iban al motel de enfrente durante media
hora. Con la habitación inundada por el olor a cerveza y sudor se
dejaba hacer. Y ellos a veces creían que eran sus dueños por esa media
hora, que ella era como una casa y ellos la habían alquilado durante ese
tiempo y la podían habitar como les placiera. Y recuerda que aquello,
muchas veces, terminaba en lo que ella de niña tan bien conoció: golpes,
insultos.
Se observa los ojos reflejados en el pequeño
espejo circular que sacó de su cartera. Aspira con fuerza el cigarrillo
mientras mira a la nada, como si cambiara de registro para volver de un
pasado de ignorancia a un presente de costumbre. Lleva 16 años en esto.
Desaparece la vulnerabilidad. Vuelve la misma mujer burlona y se despide
chocando la mano y después el puño cerrado. Entra al Calipso
contoneando su cuerpo blanco y curvilíneo.
Casillas y Flores explican que las hondureñas y
salvadoreñas se cotizan bien en estos negocios porque, a diferencia de
las mexicanas de esta zona indígena del Soconusco chiapaneco o de las
pequeñas mujeres morenas de la autóctona Guatemala, las primeras tienen
cuerpos menos compactos y tez menos oscura.
A las tres de la tarde, el Calipso está más lleno.
Otro grupo de hombres regordetes ha llegado al centro botanero a ocupar
otra mesa. La música pop de la rocola contrasta con el
ambiente de bigotes espesos y barrigas prominentes. Keny entrega lo que
lleva en una bandeja a una de las mesas, y la administradora la
intercepta. Habla con ella un momento, y la salvadoreña de pequeños ojos
negros y redondos camina hacia mi mesa.
Esto no ocurre en todos los lugares. El Calipso,
dentro de lo que cabe, es un buen sitio para trabajar. Aquí los
proxenetas no deciden sobre ninguna de las chicas. Si quieren hablar,
hablan. Si quieren ocuparse, se ocupan. Nadie las obliga. En otros
sitios, incluidos los lugares públicos, sobre cada centroamericana que
se ofrece, hay dos ojos puestos.
En una ocasión, recuerda Flores, mientras
intentaba entrevistarse con estas mujeres, se acercó a una que “hacía
esquina” en la plaza central de Tapachula. Le explicó que estaba
recopilando entrevistas para su organización y le preguntó si podían
hablar. La respuesta de la chica fue la de una persona bajo vigilancia.
“No puedo, me pega mi patrón”, se excusó emulando con sus gestos la
negociación con un cliente, y una sonrisa… “no, no, gracias, adiós”.
Keny pide agua. Las cervezas las tomará más tarde.
Hoy es viernes y el rendimiento de la noche es casi tan importante como
el del sábado para sacar buenos pesos. La diferencia es que el viernes
llegan los oficinistas, que descansan los dos días del fin de semana; el
sábado en la noche, en cambio, muchos obreros acuden a cerrar su semana
de trabajo abrazados a una centroamericana.
Desterrada dos veces
La voz de Keny es un susurro; un sonido
reconfortante que proviene de algún lugar muy profundo de su caja
torácica. Un tanto ronca y desgastada. Ella arrastra pausadamente su voz
y cierra sus pequeños ojos negros cuando desea hacer un énfasis. Por
ejemplo, cuando dice: “Estoy aquí porque no tengo a nadie en otro lado”.
Y deja caer los párpados y se alacia su cabellera larga y negra.
Su vida estuvo marcada por ese enorme imán que
jala desde arriba a Centroamérica. Cuando ella era apenas un bebé, su
abuela emprendió camino; cuando tenía cuatro años, su papá se fue para
el Norte; cuando tenía 14, una mañana despertó y su mamá tampoco estaba,
se fue para arriba. Cuando cumplió 15, su hermana mayor también fue
atraída y ella quedó en manos de unos tíos. Pero resume, y resume mucho:
“Esos tíos no me daban de comer, se quedaban el dinero que mi papá
mandaba y me criaban a golpes”. Su abuela, que volvió uno de esos días
con papeles estadounidenses, vio la situación de su nieta y prefirió
sacarla de ese martirio y entregarla a unos amigos para que la cuidaran.
El cambio no cambió nada. Cuando ella tenía 16, la señora murió de un
infarto y a partir de entonces el señor la golpeaba o la tocaba. Llamó a
su hermana —tres años mayor—, que en su intento por llegar a Estados
Unidos, recaló en Ciudad de Guatemala, con dos hijos más del que ya
llevaba.
Ahí, en la Zona 7 de esa capital, vivió sólo unos
meses con su hermana y su cuñado. Un ataque de celos de su hermana
terminó en una pelea en la que a Keny casi le arrancan un pecho con un
cuchillo: “Me dejó irreconocible, y me tiré a la calle a trabajar de
mesera en una cantina”. Trabajó en una y en otra. Llegó a Puerto Barrios
a probarse como bailarina en el Hong Kong, todavía con una camisa con
el estampado de un dinosaurio de caricaturas en medio. Ahí, entre
burlas, sus compañeras le enseñaron a bailar, a conquistar hombres cada
noche, a fumar marihuana y crack, a maquillarse, a aspirar cocaína y a
tomar, a tomar mucho: “Salí de ahí con camisas muy escotadas”.
Del otro lado de la frontera, del lado mexicano,
una de las chicas del Hong Kong regresaba de tanto en tanto con más
dinero del que ganaban las bailarinas en Puerto Barrios: “Es que en
Huixtla pagan más”, les decía a las más jóvenes, como Keny, que tenía
17. Y ella se entusiasmó.
Terminó en México, en un antro de Cacahuatán, El
Ranchón, durante años muy famoso, y ahora cerrado porque algunos
clientes vendían droga. El Ranchón está por revivir este año. Ahora se
llamará Ave Fénix. Keny lleva siete años moviéndose de lugar en lugar,
de Huixtla a Tapachula y de ahí a Cacahuatán. De antro en antro en
antro.
—¿Te prostituís o sólo fichás?
—Lo hice al principio. No me gustó porque es estar
con alguien por quien no sientes nada. No sabés qué persona te vas a
encontrar adentro del cuarto. Hay quienes te golpean. Me ha pasado que
ya estando en el cuarto se comienzan a poner agresivos, y una a veces se
niega, y ellos empiezan con los golpes. Ahora sólo me quedo con la
bailada, las fichas, la bebida.
Las tarifas varían en esta frontera de
prostitución. Una jovencita vale más que una vieja. Y aquí jovencita es
sinónimo de menor de edad, y una vieja es la que pasa de 30. Las demás
son el montón. Una de estas tardes, de regreso de una entrevista en
Tapachula, abordé un taxi y pregunté al chofer por muchachas jóvenes, de
unos 20 años, que se prostituyeran. Se llevó la mano a la frente y
respondió: “Tarde, amigo, con mi primo teníamos un negocio de muchachas.
Las llevábamos a hoteles y casas, todas jovencitas, pero no de 20, de
14 o 15 te conseguíamos, mexicanas y hondureñas, y te las llevábamos a
tu hotel. Dos horas por 1,500 pesos [unos 150 dólares.] Yo me quedaba la
mitad”.
Las tarifas varían. A más edad y más rasgos
indígenas, se cobra más bajo, alrededor de 400 pesos la media hora. A
menos edad y tez más blanca, la tarifa puede llegar a 2 mil pesos.
Flores, el de la oim, tiene su propia ecuación: “Migrante, más indígena,
más guatemalteca, es igual a sirvienta o prostituta de bajo cobro.
Migrante, más hondureña, más jovencita, es igual a lo que llaman edecán o
teibolera”.
En el Calipso la música pop ha dado paso a la canción norteña de El Gallo de Oro, Valentín Elizalde. La conversación con Keny continúa.
—¿Era cierto lo que te dijo tu colega del Hong Kong? ¿Ganás más aquí que en Guatemala?
—Sí, definitivamente. A veces vengo a trabajar de
mesera de día y bailarina en la noche, y hago unos 1 mil o 2 mil pesos
diarios.
En la frontera hay una casa de atención a mujeres
víctimas de violación y trata en su trayecto hacia Estados Unidos. Sus
encargados hablaron del tema, pero pidieron no ser identificados como
institución: “Ya sabe, hay muchas mafias metidas en esto”, argumentaron.
Dijeron que, de todos los casos atendidos, había dos razones
principales por las que las mujeres decidían quedarse, no escapar: uno
es que siempre ganan más de lo que ganaban en Centroamérica. Luego de un
mes de estar en contra de su voluntad, empiezan a resignarse, y a verle
el lado amable, a ver que tienen dinero para mandar a sus casas, y se
dejan atrapar por esta vida de noche, de vicios, y su vulnerabilidad
inicial se convierte en un carácter de piedra. Terminan revestidas por
un caparazón que las protege de toda la porquería que tienen que
enfrentar.
—¿Y tu familia sabe dónde estás?
—Me comunico sólo con mi padre, pero no sabe en lo
que estoy. Mi hermana lo sospecha. Cree que soy mesera; no saben que
bailo, que he llegado a “ocuparme”. Tengo que irme a El Salvador, no
quiero que mi hijo de nueve meses crezca y me vea así, pero por mi
cuenta. Allá nadie sabe cómo soy. Aquí todos conocen lo que he hecho.
Allá sólo seré otra madre soltera. Mi familia no puede enterarse de
esto. No lo entendería.
La segunda razón por la que las mujeres no huyen,
explicaron los encargados de esa organización fronteriza, es la
vergüenza. El pasado. Explicar dónde estuvieron. Y el miedo. Que les
descubran su mentira. Flores lo explica con otro ejemplo, con una
amenaza que circula en estos bares: “Sacan a una niña indígena de su
tierra, le dicen que va a ser mesera, y la venden como prostituta. Le
quitan sus documentos y le aseguran que si escapa, que si no obedece,
contactarán a su familia y le mostrarán fotos de ella en las piernas de
un hombre en el bar. Dile a una guatemalteca que toda su aldea se
enterará de que no era mesera, sino prostituta, y pídele que se regrese.
Verás que no quiere”.
Desde que pronunció la última frase, por los
pequeños ojos negros de Keny resbala un hilo de lágrimas que ella se
limpia con una servilleta con un sutil movimiento, para evitar que se le
corra el maquillaje.
—¿En estos años te has encontrado con mujeres que estén a la fuerza?
—Han venido por su propia voluntad, porque ellas
quieren. He escuchado comentarios de mujeres que las venden, pero cuando
ya ven el lugar, se quedan. He hablado con algunas de ellas, y me dicen
que se quedaron porque les ha gustado el dinero. Entonces es por su
propia voluntad.
Otra vez el fantasma. Otra vez la fina red que
hace que la trata no parezca trata. Culpa de la muchacha. Ella quiso
quedarse. Los métodos de chantaje de los tratantes se camuflan como
propuestas en las mentes de mujeres acostumbradas a sufrir y a ser
valoradas como mercancía. Al final, nadie tiene la culpa. Las cosas son
como son. Así han sido siempre.
La trata es confusa hasta para aquéllos para los
que no debería serla. En Tapachula está una de las oficinas de la
Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y
Trata de Personas (Fevimtra). Sólo hay tres en todo México. A pesar de que en un informe publicado el 2 de febrero de este año, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito aseguró
que en México la negligencia de las autoridades y el escaso
reconocimiento del crimen hacen que la trata sea un delito en aumento.
Sólo tres oficinas en un país de 32 entidades federativas, a pesar de
que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra que alrededor de 20 mil niños y niñas son esclavizados para explotación sexual en este país.
Aunque por convenios internacionales en México la
trata debería haberse considerado como delito desde el año 2003, no fue
sino hasta septiembre de 2007 cuando entró en vigor una ley que así lo
contempla y exige a las autoridades prevenirla. Sin embargo, a esa ley
aún no la acompaña el reglamento que establezca cómo deberán operar los
perseguidores de ese crimen ni tampoco se ha creado la comisión
intersectorial que debería dictar estas normas y crear un sistema de
información.
Desde su despacho, David Tamayo, el “fiscal
antitrata” de Tapachula, la ciudad atestada de bares y de historias de
niñas obligadas a actuar como mujeres en la cama con un desconocido,
contestó a nuestras preguntas con quejas y tibiezas.
—¿Qué tan común es que reciban casos de trata de centroamericanas?
—Han llegado muy pocos. Este tipo de delito casi
no se denuncia, porque quienes intervienen, Migración y otras
instituciones, no los canalizan acá; las deportan y se pierden las
denuncias. Es un fenómeno preocupante, pero fantasmal, no se ve. Sólo de
cuatro asuntos hemos conocido.
—¿Y cuántos procesos han ganado?
—Están en proceso todos.
—¿Puedo hablar con un fiscal que lleve un caso?
—No, es confidencial.
—Siendo fiscalía, ¿no actúan de oficio?
—No. Sólo se politizan las cosas. Nuestra tarea es
la divulgación de la ley y la prevención. La policía es la que trata de
ser operativa. A veces nos avisan, a veces no. Por la cuestión de fuga
de información. Es otro problema que enfrentamos, nunca nos avisan de
los operativos. Los grupos delictivos están incrustados en las policías.
—¿Son redes criminales bien organizadas?
—Es característico de los cárteles. Abarcan todos
los delitos de orden federal: secuestro, narcotráfico, trata de
personas. No conocemos concretamente qué grupo es el que está en esto.
Es imposible identificarlos.
Y eso es una mentira rotunda. Uno de esos días
visité en Ciudad Hidalgo, el municipio bañado por las aguas del río
Suchiate, a un miembro de la alcaldía. Le comenté que buscaba historias
de mujeres en prostitución, y accedió a llevarme a un bar llamado Las
Nenitas. Enclavado entre callejuelas de tierra, a las dos de la tarde
sólo dos mujeres estaban tras la barra. Tesa nos atendió. Era una
guapísima hondureña, alta y morena, enfundada en botas de plataforma, un
pantalón ceñido y una blusa escotada hasta el escándalo. En Las
Nenitas, contó el funcionario, todas se prostituyen. Comenté a Tesa mi
interés en hablar con ella, sin mencionar la palabra trata. Dijo que sí,
que hablaría conmigo otro día, y me dejó un número de teléfono que
nunca contestó.
Al salir del bar, el funcionario explicó que el
dueño del antro era un zeta muy reconocido en Ciudad Hidalgo. En otras
palabras, un miembro de esa banda criminal que opera de forma
independiente y como brazo armado del Cártel del Golfo. Que cómo sabía
eso, le pregunté. Contestó que Ciudad Hidalgo era muy pequeña, y que
siempre que el dueño sale, porta un fusil ar-15 y se hace acompañar por
tres guardaespaldas armados. Dijo que en la ciudad, esa banda controlaba
la trata, enviaba gente a reclutar muchachas a Centroamérica y a veces
secuestraban a migrantes y las vendían a camioneros como material
desechable, para usar una noche. “No diga mi nombre, por favor”, fue lo
último que dijo el funcionario.
Volviendo al argumento del fiscal de que es
imposible identificar a esas bandas, habría que aclarar que hay una
abismal diferencia entre querer y poder. Entre intentar y temer.
Son las cuatro de la tarde, y Keny se levanta de
la mesa y se pone un delantal para llevar cervezas a los clientes. Hoy
hará doble turno. Más tarde cambiará el pantalón, las chancletas y el
delantal por unas sandalias de plataforma negras y un chillón traje
amarillo con botones en un costado, para poder arrancárselo sobre la
pista de baile.
Connie regresa al antro y se cruza con Keny cuando
ésta se aleja: “Qué ondas, vieja”, se saludan. Connie no trabaja de
mesera. Lo suyo es la noche. Fichera y bailarina. Se presentó esta tarde
porque la administradora se lo pidió, y viene a lo que viene. A
recordar.
Yo no me quedo aquí
Su mirada es de profunda desconfianza: “¿Qué
quiere? Explíqueme dónde va a salir esto”. Connie es una mujer segura
que se cubre las espaldas. Ya me lo habían advertido: es de armas tomar.
“Yo vine aquí con mis cinco sentidos, nadie me
trajo”, apunta, enrumbando la conversación. Tiene 18 años, y cuando
llegó, cuando dice que lo tenía todo calculado, era una niña de 15.
Conversa menos que Keny y Érika, pero los detalles que regala poco a
poco permiten desmenuzar otros aspectos del fantasma que recorre la
frontera.
Dice que un compatriota suyo, un guatemalteco que
trabajaba en esta zona como mesero, le dio la llave de salida, le dio la
idea para escapar de un mundo que ella quería dejar luego de ver la
suerte que le espera a una joven de su edad en las calles de su barrio.
Un mes antes de que hiciera la maleta rumbo a los prostíbulos de
Tapachula, adonde llegó primero, su hermano había caído muerto a media
calle. Tres disparos. Tenía 16 años, era cobrador de una ruta de
autobuses de la capital guatemalteca y La Mara Salvatrucha lo quería
reclutar. La pandilla más peligrosa del mundo, según el fbi, le propuso
encargarse de extorsionar a los conductores de los autobuses; ofrecerles
seguridad a cambio de una cuota o inseguridad a cambio de su negativa.
El hermano de Connie rechazó la propuesta. Ante la negativa, tres
balazos: pecho, abdomen y cabeza.
—Ese mismo mes, la Mara mató como a 15 niños en mi
colonia, todos entre 14 y 16 años —recuerda Connie—. Yo ya no podía
vivir en paz.
Mientras niños y niños caían abatidos por el
plomo, su vida transcurría: su padre se emborrachaba cada noche y la
acosaba, como lo hacía desde que ella tenía ocho años. Su madre, como
Connie explica, se encargaba de “embarazarse y embarazarse”. Connie es
la mayor de sus ocho hermanos.
Muchas niñas centroamericanas, explicaron los
cónsules en Tapachula de El Salvador y Honduras, escapan de situaciones
de marginalidad. De circunstancias que, traducidas a hechos, son el
miedo a una pandilla o una vida familiar peor que la que podrían llevar
como niñas de la calle. Son aquellas circunstancias que relativizan, que
les permiten ver la prostitución, la violación, la trata, con los
prismáticos de una realidad distorsionada. Una realidad donde los niños
caen muertos por decenas, los padres son acosadores, y los barrios,
zonas de guerra. Por eso, dentro de su mundo, Connie, que desde niña
trabaja en prostíbulos, recorta la realidad y divide lo que le parece
normal de lo que le parece inusual para responder a la pregunta de cuál
es su peor recuerdo desde que llegó.
—Hubo un tiempo en que me fui a trabajar a
Huixtla, a otro negocio de allá, y me detuvo Migración en Huehuetán. Me
enfermé de los nervios, me dio depresión. Nunca había estado en un lugar
así, con tanta gente. Era la única mujer entre tanto hombre, me
acosaban. Eso es una prisión. El encargado de Migración me daba a
entender que si yo le daba sexo, él me dejaría ir.
En Chiapas, según ha documentado la cndh, ocurre
que a veces las autoridades migratorias actúan como acosadoras de las
mujeres. ¿Quién quiere denunciar un caso de trata a un agente que te
ofrece sexo a cambio de libertad? Y la negligencia no termina ahí. El
Instituto Nacional de Migración, como ya explicaba el fiscal antitrata,
es el que muchas veces impide que estos testimonios de trata lleguen a
un juzgado o a los cónsules.
El cónsul guatemalteco no quiso hablar del tema.
Nelson Cuéllar, el salvadoreño, sí aceptó sentarse a explicar por qué
hay cosas que aquí no funcionan. Comenta que en sus tres años como
funcionario en Tapachula, sólo ha visto dos casos de trata. Pero que en
ambos, al final, frente al agente del Ministerio Público, los
denunciantes se arrepintieron. Por lo demás, enterarse de la trata de
blancas depende de la suerte, no de la cooperación de otros.
—Cuando hacen las redadas en centros de
tolerancia, no nos informan. Las repatrian a sus países. Migración
debería avisarnos antes de deportarlas, para entrevistarlas, ver si han
sido víctimas. Pero las regresan como si fueran migrantes normales a las
que agarraron caminando. Es más, se maquilla todo por parte de ellos.
Una de esas calurosas noches fui a una zona de
tolerancia muy popular en Tapachula: Las Huacas. Antes de eso había
conversado ingenuamente con el secretario de Seguridad Pública
Municipal, Álvaro Monzón Ramírez. Sólo a él le pedí autorización para
poder establecer como base de esa noche el quiosco de la policía
municipal que está frente a los prostíbulos. A nadie más. Cuando llegué a
Las Huacas sólo un antro estaba abierto; los demás habían cerrado, algo
inusual para la noche de un jueves. Al preguntar a un encargado que
cerraba su negocio, me contestó: “Vinieron unos policías municipales a
avisarnos de que hoy habría redada y de que vendrían policías con
agentes de Migración y varios periodistas”.
La noche siguiente regresé a Las Huacas sin avisar
a nadie. En esa ocasión, como a la una de la madrugada, todas las
prostitutas centroamericanas del antro donde estaba corrieron en
estampida hacia una puerta negra en el fondo que da a la nada, que las
saca a un riachuelo que hace de traspatio de la zona. Luego, una de
ellas me explicó que un agente de Migración había llamado a la dueña del
antro de enfrente para avisarle que habría operativo.
Connie pide su segunda cerveza y se muestra algo
inquieta. Los clientes llegan poco a poco a pesar de que todavía no
anochece. Tiene dos hijos menores de cinco años, y a fuerza de baile y
cama ha logrado traer a México a toda su familia. Toda: su madre, su
padre, sus siete hermanos y una sobrina.
Aunque sean migrantes que apenas han cruzado el
río Suchiate, algunas de las centroamericanas que dan vida a estos
prostíbulos son el sostén de sus familias. Por eso, explica Connie,
“muchos niños y niñas de Guatemala se vienen con gente que llega allá a
ofrecer a uno que van a ganar buen dinero”. Así, niñas y niños. El 13 de
febrero [de 2009], policías federales y miembros de Fevimtra allanaron
una casa en Tapachula. Adentro encontraron encerrados a 11 niños, todos
en un cuarto maloliente donde dormían en lonas, sobre el piso. Las
autoridades acusaron al dueño de la casa, un mexicano de 41 años, de
obligarlos a trabajar hasta 14 horas en las calles, como su ejército de
esclavos, en la venta de globos, cigarros y golosinas. Lo acusan también
de negarles agua y comida, y de propinarles golpizas si no vendían lo
suficiente.
Es hora de dejar ir a Connie. La hora estelar se
acerca y pronto tendrá que subir al escenario o sacar fichas a varios
hombres. Ella todavía es joven, por lo que en una buena noche saca hasta
6 mil pesos. Keny, en cambio, con 24 años es una del montón, y en una
buena noche saca la tercera parte. Antes de irse, Connie voltea a verme y
responde a una pregunta que al parecer quería que le hiciera. ¿A qué te
dedicás ahora? ¿Qué harás en el futuro?
—Yo ya no “me ocupo”. Lo hice al principio, pero
ya no, no me gusta. Y no pienso quedarme aquí. En unas semanas me voy.
Mi novio me dice que él me va a sacar y que va a mantener a mi familia.
No quiero que mis hijos me vean así.
Por desgracia, nada de eso pasará. Sé que Connie
es una de las que “se ocupa” en el bar. Sé que hace unas noches entró al
cuarto con un hombre y que lo volverá a hacer hoy. Y lamentablemente,
cuando dijo lo que dijo, Connie no sabía que su novio la abandonaría
unos días después.
La noche en el Calipso arranca y sigue su curso
normal por unas horas. El antro se divide en dos. A un lado del
traspatio está el centro botanero, donde unos 40 hombres gritan, bailan
con las ficheras o las sientan en sus piernas. Al otro lado están la luz
neón y la pista de baile, donde diez hombres esperan el espectáculo.
Cuando la noche avanza, el lado de las botanas se vacía y el de la barra
se llena con los clientes que se trasladan. Los que quieren seguir la
noche.
En el Calipso, Érika, Keny y Connie han tomado
posiciones y se ganan el dinero como tienen que hacerlo desde que eran
niñas, cuando llegaron aquí ya con experiencia en vivir vidas que se
destartalan a cada vuelta de rueda. Pasada la medianoche, Keny la
salvadoreña baila sin ropa sobre el escenario e intenta controlar sus
movimientos después de 23 cervezas. A Érika la hondureña, 30 cervezas la
han soltado y, subida sobre una mesa, restriega sus nalgas desnudas en
la cara de un hombre bigotudo al que se le ha caído el sombrero. Le ha
invitado unas cinco cervezas, cinco fichas, y es hora de empezar a
compensarle. Connie baila en minifalda con el hombre prieto y barrigón
con el que luego se irá a un cuarto.
Mañana, con otros nombres, con otros hombres, la
escena volverá a empezar en el Calipso y en decenas de antros de la
frontera. Las centroamericanas volverán a agitarse. Como lo hacen todas
las noches, como lo hacen desde niñas. m
La periodista Carmen Aristegui realizó
para su programa en CNN una entrevista con Óscar Martínez la cual puede
ser vista en el siguiente enlace: http://cnn.mx/v000KJH
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