EL PAIS
En un camino de terracería, entre iguanas, cafetales y niños
descalzos, un grupo armado mató hace 13 años a siete policías en una
emboscada. Ocurrió en el corazón del levantamiento zapatista, en una
zona montañosa de Chiapas (México). El único condenado por esa masacre,
un maestro de escuela indígena que seguramente nunca estuvo allí, saca
un brazo por las rejas del locutorio de un penal de San Cristóbal de las
Casas, en el que lleva encarcelado desde entonces, y se presenta con un
apretón de manos: “Yo soy Alberto Patishtán”.
Es mediodía. Los custodios almuerzan unos tacos tras las verjas y sus
risas se cuelan hasta aquí. ”Solo Dios puede juzgarme”, se lee en la
pared que hay tras el profesor tzotzil, pero las decisiones que lo
mantienen encarcelado son muy terrenales. Tras múltiples alegaciones, la Suprema Corte de Justicia mexicana
se negó a resolver un recurso de reconocimiento de su inocencia. Dos
magistrados se mostraron a favor de liberarlo, tres en contra. Dicho
esto, le restan 47 años de condena.
La decisión ensombreció el ánimo general del penal, en cuyo interior
Patishtán, de 41 años, es casi un profeta. En círculos políticos,
civiles y judiciales mexicanos extrañó mucho el dictamen. El
subcomandante Marcos tildó de ridícula la situación y hasta el obispo de Chiapas no
podía creérselo. “Es algo indignante y reprobable. Soy inocente. Este
no es mi lugar, no es mi casa, pero nunca he pensado en el tiempo que me
queda, pienso en que tarde o temprano tiene que llegar mi libertad”,
explica.
No es el único que lo cree. Organizaciones de derechos humanos llevan
años movilizándose y el nuevo gobernador de Chiapas, Manuel Velasco,
dijo tras conocer la decisión de la Corte que el maestro “debía ser
puesto en libertad”. Sus allegados están haciendo gestiones para que el
gobierno de Enrique Peña Nieto lo indulte, una posibilidad que cobra
fuerza una vez agotada la vía judicial.
La iconografía de Alberto ha dado la vuelta al mundo.
Desde el barrio de Lavapiés de Madrid hasta en las calles de Suecia se
pueden encontrar carteles con su silueta. Unas horas antes del encuentro
en la cárcel, el preso entró por teléfono en una rueda de prensa que
daba la familia y su abogado en el local de una ONG. “No descansaré
hasta encontrar justicia”, dijo. Al colgar, la mayoría de los presentes
entonó un grito: “¡Presos políticos libertad!”.
La figura de Patishtán ha adquirido un relieve que difícilmente
hubiera obtenido en su papel de líder de una organización para la
defensa de los indígenas en el alejado municipio de El Bosque,
a 75 kilómetros de San Cristóbal de las Casas. Hay que remontarse al
año 2000. En esas fechas, medio centenar de organizaciones civiles
enviaron una carta al gobernador del Estado para exigir la destitución
del entonces presidente municipal por abuso, nepotismo y maltrato. Para
el maestro era, además, un asunto personal. El político al que quería
derrocar era su primo y vecino.
Los policías federales se desplazaron al municipio ante el temor de
una revuelta vecinal. En una de sus incursiones por esa zona
semiselvática, los agentes fueron acorralados por un comando que les
atacó con armas de asalto. Solo hubo dos supervivientes: el hijo del
presidente municipal, que hacía de chófer para las autoridades, y uno de
los policías. El familiar situó a Patishtán en el lugar de los hechos,
lo describió sosteniendo un AK-47 entre las manos pero después varió su
testimonio hasta el punto de volverlo confuso.
La detención de Patishtán se produjo una semana después de los
hechos. El abogado especialista en derechos humanos Leonel Rivero, que
lleva el caso dese julio de 2012, cree que en esos días se produjeron
múltiples irregularidades. La declaración de los dos únicos testigos
(los dos heridos) se contradicen. El policía dijo que los agresores
llevaban un pasamontañas, pero el conductor aseguró después que iban a
cara descubierta y que entre los pistoleros reconoció a Patishtán.
Además se incorporaron al caso pruebas de manera ilegal, como una
fotografía del maestro que el presidente municipal le entregó a la
fiscalía cuando ni siquiera era sospechoso.
El día que detienen a Alberto se violó su presunción de inocencia al
no informarle de por qué estaba arrestado. Su defensa fue desastrosa y
no consiguió anular las pruebas irregulares que se incorporaron al
proceso ni las declaraciones de los testigos, que fueron variando a lo
largo de los días. Varias personas sitúan a Patishtán en otro lugar a la
misma hora de la balacera, pero no fueron tomadas en cuenta. Otros
testigos ni siquiera se presentaron a declarar. La pena no dejaba lugar a
dudas: 60 años sin posibilidad de reducción de condena. Con el paso de
los años todos los recursos presentados acabaron nada.
La salud del maestro se ha ido deteriorando en estos años. Un tumor cerebral,
que solo le han conseguido extirpar a medias, le ha hecho perder parte
de vista. “Eso sí fue duro, pero la cárcel no me mata a mí”, advierte
con su sonrisa de dientes metálicos. Son las dos de la tarde en el penal
y a los presos les quedan un par de horas fuera de la celda. A las
cuatro de la tarde se encierran en la celda durante 15 horas. Patishtán
comparte un cubículo de tres por cuatro metros con otras 10 personas. Él
duerme en una litera, pero otros más desgraciados lo hacen en el suelo,
sin ni siquiera espacio para voltearse.
El abogado Leonel Rivero presentó ante la Corte el reconocimiento de
inocencia, un proceso en el que no se puede solicitar la reapertura del
caso, sino la invalidación del proceso. En su escrito, el abogado
desmonta cuatro de las seis pruebas sobre las que se apoya la condena.
“Hicimos un proceso de lógica muy sencillo que anula las pruebas, pero
pegamos en una de las líneas más débiles de la Justicia mexicana, que es
la presunción de inocencia. Jurídicamente la Corte estaba atrapada,
mintieron al decir que pedíamos la reapertura del caso, se trata de una
decisión política”, dice Rivero en una café de San Cristóbal. En la
calle lo esperan dos escoltas, que lo protegen de las amenazas de muerte
que recibe desde hace tiempo por andar husmeando en temas delicados.
El abogado sostiene que uno de los ministros de la Corte dijo que
firmar la liberación de Patishtán sería “como abrir la caja de Pandora” a
un montón de casos que arrastran procesos irregulares en los que no se
preservó la presunción de inocencia.
El eco de la decisión judicial en contra de la inocencia del maestro
soliviantó a la modesta prisión. No hace ni un mes que un interno logró
saltar sus muros. A golpe de vista tampoco parece una proeza. Patishtán
se vislumbra pronto en libertad sin necesidad de fuga: “Para eso
trabajo. Solo busco la verdad”. El primo con el que tuvo el conflicto, y
que fue quien a la postre lo condujo hasta esta situación, acabó
trabajando de albañil en Cancún. Sus vecinos dicen que trató de cruzar a
Estados Unidos. Uno y otro no se han vuelto a ver. “No le guardo ningún
rencor. Ni a él ni a su hijo. Creo que están más muertos en libertad
que yo encerrado”.
El maestro de escuela, al llegar a la cárcel, dejó sorprendido a
todos por la cantidad de visitas que recibía. Ninguna de su madre (“no
la conozco desde hace 13 años”), una mujer mayor que no podría soportar
tres horas de una carretera llena de curvas y baches. “Yo veía que le
visitaba gente güera (blanca), gente importante y me sumé a su lucha”,
revela también al otro lado de los barrotes Pedro López, un indígena
condenado a 46 años por un secuestro que él no considera secuestro.
Ayudó a “robar” a una niña de 14 años con la que un compadre se quería
casar, algo habitual en su comunidad. Lo habían hecho su hermano, padre,
abuelo… pero el papá de la menor los denunció y aquí anda, seis años
después.
López hace las veces de secretario a Patishtán pero encuentra en esa
tarea un motivo ideológico. Se queja de que la cárcel está llena de
pobres y analfabetos que no tienen con qué defenderse. Después, ya lejos
de este lugar, un argentino llamado Ariel, de paseo por estas tierras,
dará el diagnóstico final: “La justicia es como una serpiente: solo
muerde al que no lleva botas”.
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