jueves, 13 de junio de 2013

Las esclavas invisibles: el infierno centroamericano en Chiapas

Esta crónica forma parte del libro Los migrantes que no importan, del periodista salvadoreño Óscar Martínez. Magis reproduce este capítulo, apenas una ventana a la barbarie que padecen miles de personas que atraviesan nuestro país hacia el Norte desde hace mucho tiempo.

Oscar Martinez



Ríen con saña en la mesa del fondo. En una esquina de este galerón de metal, asbesto y malla ciclón, en la última mesa de plástico blanco, las tres mujeres se desternillan al recordar la noche anterior. La razón de la algarabía no queda clara. A unos metros de ellas, sólo una frase logra escucharse completa: “Cayéndose andaba el viejo pendejo”. Y las risotadas vuelven a estallar. Es difícil imaginar que esas mismas mujeres escandalosas sean las que luego llorarán al hablar de su pasado, al recordar cómo llegaron aquí.
Se ríen de un cliente que anoche, en su intento por bailar con una de ellas y alcanzarle una nalga, un pecho o una pierna, daba tumbos por el antro, hasta que terminó en el suelo.
El centro botanero (así llaman en la zona a estas cervecerías) donde resuenan las carcajadas es un predio techado de unos 50 metros de largo por 20 de anchura, con 35 mesas blancas y piso de cemento. Las 25 muchachas que trabajan aquí han empezado a llegar. Al fondo, desde la barra de cemento, ya se despachan baldes de cervezas y pequeños platos con trocitos de carne de res o diminutas porciones de sopa o alitas de pollo. La botana.
Las que ahora al mediodía aparecen por la calle de tierra que llega hasta la puerta del local son ficheras, meseras que trabajan por fichas. Literalmente. Círculos de plástico que les dan por cada cerveza que un cliente les invita. Al final de la noche, cuando falte poco para que el cielo claree, irán a la barra y cobrarán las fichas que se han ganado bailando con los clientes o sentándose en sus piernas o sólo escuchándolos. Cada cerveza, si es para ellas, cuesta 65 pesos (unos seis dólares). Y si no hay cerveza, no hay compañía. Pero las que se ríen al fondo son bailarinas. Esperarán a que llegue la noche para subir al escenario del antro de al lado, conectado al centro botanero por un traspatio terroso, y bailar dos piezas retorciéndose en el tubo de metal hasta quedar desnudas.
A este centro botanero lo llamaremos Calipso, uno más entre las decenas de antros que retumban cada noche en esta zona. No diremos dónde se ubica porque ése fue el trato para entrar en él. Pero el sitio exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas de tolerancia de la frontera entre México y Guatemala. Está del lado mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne. Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche. Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo… Todas son poblaciones donde la diversión huele a baratos aceites de fruta mezclados con sudores, tabaco y alcohol. Todos son antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, también el Calipso, son sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde las hondureñas, las salvadoreñas, las guatemaltecas y las nicaragüenses abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía, como se suele llamar a estas chicas, es centroamericana.
Los dueños manejan con hermetismo sus sitios. A fin de cuentas, emplean a centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de los lugares tiene un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerradas con él, no sin que éste antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos, dicen “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas “ocuparon” para el momento.
Al Calipso llegué de contacto en contacto. De una ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje a Luis Flores, representante de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga, que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora del Calipso porque es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas. Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se hablaría con las muchachas.
Aun así, esta administradora es una aguja en este pajar. En otros bares ni a Rosemberg le permiten entrar, y ya ha habido intentos de linchamiento contra periodistas que han querido filmar las zonas de tolerancia. Esta administradora no sólo accedió, sino que se encargó de decir a las muchachas que no tenían por qué desconfiar, que no se trataba de ningún policía encubierto. Una aguja.
El ostracismo se ha convertido en un firme candado ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su voluntad. Desde que en 2007 se aprobó la ley para prevenir la trata de personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en foros, y el título “trata de blancas” suena cada vez más. Y ese título no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas a la prostitución sin su consentimiento. Y ese fantasma es viejo porque la trata ocurre en esta frontera desde hace décadas. Pero sus mecanismos son finos, y su telaraña, difícil de descifrar.
Lejos de la imagen prejuiciosa que uno puede generarse —hombre mal encarado custodia a niñas enjauladas—, la trata en esta frontera es un complejo sistema de mentiras y coerciones que ocurre a diario y de espaldas a la vida de los habitantes de estos sitios. Por eso es tan importante hablar con las chicas del Calipso, porque ellas ayudan a entender sobre el terreno este mundo donde la trata es un fantasma. Víctimas o no, ellas contarán lo que deseen. Desconfiadas, con toda razón, y reservadas ante la palabra trata, una a una, esas tres mujeres que aún se desternillan, se sentarán a regalar sus testimonios alrededor de una mesa.

Sola en el mundo
Las carcajadas más estruendosas sin duda son las de Érika, un nombre ficticio, como todos los de las prostitutas con las que hablaremos. Un fino chorro de voz con un dejo infantil que aumenta en volumen hasta convertirse en una risa aguda que sale de una boca abierta de par en par y es acompañada por el palmeo de sus manos. Tez blanca, cabello rojizo, rizado, sostenido hacia atrás por una diadema. Hondureña de Tegucigalpa. Treinta años. Bailarina. Rolliza, de piernas y torso gruesos, pero de cuerpo curvilíneo. Bajita y alegre. Burlona.
“A ver, papaíto, ¿qué es lo que va a querer?, ¿en qué le podemos ayudar?”. Érika se sienta a la mesa. Pide una cerveza. Son las 13:30 de la tarde. Después de ésta, tomará una tras otra hasta más allá de la medianoche.
Ella salió de su país a los 14 años y dejó a los dos gemelos que parió cuando tenía 13: “Iba para el Norte —y el Norte en este camino siempre es Estados Unidos—. Lo que todos buscamos, una mejor vida”. Venía con otros cinco niños; a ellos “les pasaron accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika prefirió quedarse en Chiapas. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que pocos, muy pocos, hablan con claridad. Llegó un lunes o un miércoles, no lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.
—¿Pero cómo una niña de 13 años queda embarazada y decide migrar?
Érika voltea a ver hacia atrás, hacia la mesa de donde siguen saliendo risotadas. En el Calipso hay otras dos mesas llenas. En una de ellas, los hombres ya bailan con dos ficheras, y las alitas de pollo y los trocitos de carne son despachados con prisa desde la barra.
—Salgamos de aquí, no me gusta que me vean llorar mis compañeras.
En este mundo de piedra las lágrimas son un defecto. Afuera es una calle de tierra que lleva hacia otro antro. Un callejón sin salida. Adelante, otro  burdel y una casa de huéspedes. Un eufemismo para llamar al complejo de cuartos donde las prostitutas llevan a sus clientes.
—Es que nunca conocí a mi familia. O sea, que yo soy de Honduras, pero soy de esa gente que no tiene papeles, pues. Nunca tuve un acta de nacimiento. O sea, como si uno fuera un animal.
Le contaron que su mamá trabajaba en el mismo ambiente: “En la putería, como yo”. Dice que cuando era un bebé, su mamá la regaló a una señora que se llama María Dolores. Y de esa señora Érika se acuerda muy bien: “Esa vieja puta tenía siete hijos, y nosotros, mi hermanito gemelo y yo, no éramos como sus hijos, sino como sus esclavos”. Hermanito le dice siempre, aunque él sería un hombre de 30 años ahora, si no hubiera muerto cuando tenía seis.
¿Cómo era su vida? De esclava, como dice ella. Con cinco años, el trabajo de Érika era ir por las calles de su comunidad vendiendo leña y pescado. Si cuando la niña regresaba aún le quedaba algo, si Érika no lograba venderlo todo, María Dolores la azotaba con un cable eléctrico hasta abrirle surcos en la espalda. Luego cubría esas heridas con sal, y obligaba a su hermano a que se las lamiera. Un día de ésos, un día de lamerle la espalda, su hermano murió; ahí, en el suelo donde ambos dormían. De parásitos, dijeron. Érika está convencida de que esos parásitos salieron de los surcos de su espalda. Llora y rechina los dientes con rabia. Al lado se estaciona una camioneta. Tres clientes más entran al Calipso.
—El día que mi hermano se murió yo también enfermé, me llevaron al hospital, y nunca más me llegaron a traer. Después de eso, empecé a vivir como un borrachito de la calle, entre basureros.
Dos años anduvo así. Vendiendo esto, cargando aquello, pidiendo por ahí, durmiendo en cualquier esquina. A los ocho años se topó con María Dolores, la señora de los latigazos, que la convenció de volver a su casa. “Yo estaba chiquita, no entendía muy bien, así que me fui con ella”.
Los golpes disminuyeron, pero la vida empeoró. Omar, uno de los hijos de la señora, que tenía 15 años,  empezó a violar a Érika:
—Por eso yo me pregunto: ¿cómo voy yo a entender de sexo normal si me acostumbré a que él me amarraba de pies y manos y entonces me hacía el sexo?
Sentada en un bordillo de la calle de tierra, sollozando afuera del Calipso, Érika empieza a dibujar el perfil de las migrantes centroamericanas que dan vida a la noche fronteriza. Muchas de ellas sin estudios, provenientes de una vida de desintegración familiar, maltrato y agresión sexual, llegan niñas a los burdeles, incapaces de distinguir entre lo que es y lo que debería de ser. Carne de cañón.
“Si no partís de la realidad social de nuestros países, no vas a entender”, me había explicado el guatemalteco Luis Flores, encargado en Tapachula de la OIM, que desarrolla proyectos en la zona y atiende a centroamericanas víctimas de trata. Convertidas en mercancía: “Vienen violadas, acosadas, de familias disfuncionales, donde muchas veces su padre o su tío las han violado. Muchas nos han dicho que ya sabían que en este viaje las iban a violar, que es una cuota que hay que pagar. Se calcula que ocho de cada diez migrantes mujeres de Centroamérica sufren algún tipo de abuso sexual en México, según el gobierno guatemalteco [seis de cada diez, según un estudio de la Cámara de Diputados mexicana]. Viajan sabiendo eso, que abusarán de ellas una, dos, tres veces... El abuso sexual perdió sus dimensiones. Desde ahí entendé el fenómeno de la trata. Saben que son víctimas, pero no se asumen como tal. Su lógica es: ‘sí, sé que esto me pasa, pero ya sabía que me pasaría’”.
Hay, como dice Flores, una expresión acuñada en este camino de los indocumentados: “cuerpomátic”. Hace referencia a la carne como tarjeta de crédito con la que se puede conseguir seguridad en el viaje, un poco de dinero, que no maten a tus compañeros, un viaje más cómodo en el tren... Érika, la niña violada desde los ocho hasta los 13, parió a sus gemelos cuando le faltaban seis meses para cumplir los 14. El relato de pandemónium sigue, como si su única posibilidad fuera empeorar.
—Yo no sabía qué era el embarazo, sólo sentía que engordaba. La señora me acusó de puta. Le dije que era de su hijo. Y me dijo que yo era como mi madre, una prostituta, y que yo también iba a dejar a mis hijos como perros. Entonces me volvió a tirar a la calle. Me sacó desnuda, como por cinco cuadras, del brazo, hasta el parque, ahí me dejó, y desde ahí tuve que volver a empezar.
Y volver a empezar fue volver a la limosna, a la basura, a las esquinas. Ahí parió, en esas calles, y entonces decidió probar suerte. Dejó a sus hijos con una vecina y emprendió el viaje hacia Estados Unidos con otros cinco niños. Pero, tras escuchar que éste es un camino de muerte y vejaciones, tras ver a sus amigos mutilados, decidió quedarse. No sabe si fue un lunes o un miércoles cuando llegó al hotel Quijote.
“La mayoría empieza como meseras comunes. Luego se hacen ficheras y terminan prostituyéndose, generalmente llegan hasta ahí con engaños”, explica Flores una lógica que también se puede leer en el libro del investigador Rodolfo Casillas, La trata de mujeres, adolescentes, niños y niñas en México, un estudio exploratorio en Tapachula. En este texto también se establece el escandaloso rango de edad en el que se ubican las mujeres a las que se prostituye: “De 10 a 35 años, difícilmente de más. Aunque el problema de la trata se recrudece entre las que son menores de edad, principalmente las que tienen entre 11 y 16 años”.
Desde el restaurante del hotel Quijote, Érika escuchaba propuestas.
—Llega un cabrón y me dice: “Vámonos, yo te consigo lugar en un bar, vas a ganar más”. Entonces si te apendejás, sí es un problema. Un montón de hombres te dicen eso: “yo te alojo, te consigo papeles, te consigo trabajo”, pero vas gastando en comida, transporte, hospedaje.
La bailarina hondureña se guarda sus detalles. Como la mayoría de testimonios de trata, se cuentan en tercera persona, y nunca se sabe si un relato de otra es un trozo de la autobiografía de la que habla. Incluso entre ellas la trata es un fantasma. Si le ocurrió, le ocurrió a otra.
Érika asegura que no se dejó engañar: “No me apendejé”. Que fue ella, por su propia voluntad, la que dejó el Quijote y se fue a un antro. Que aquella niña con un parto fresco se plantó frente a la dueña del local y le impuso sus reglas: “Yo vengo a trabajar de bailarina, pero no me vas a tener encerrada como a las demás. Yo no soy pendeja. Aquí trabajo cada noche”, termina, “y me pagan de una vez: es que como me crié en la calle, sé defenderme”.
Entonces, hay que preguntar por las otras.
—¿Cómo tenían a esas otras mujeres?
—Estaban encerradas, no las dejaban salir. Sólo un tiempo de comida les daban. El hombre que las llevó ahí les dijo: “Buena onda, vas a trabajar, pero tenés que pagar”. Es que la persona que te lleva pide un dinero por una al dueño del bar, y eso te lo va a sacar el del bar a ti. Te llevan a venderte, pues. A mí nunca me hicieron eso. A las demás sí, porque son pendejas.
Esta razón se repite como justificación de los testimonios: la culpa es de las que se dejan. Pero las que se dejan, como explica Flores, son muchachas inocentes, sin educación, que no saben de denunciar nada, que son fáciles de amenazar: “¡Si te escapás, llamo a Migración y te meten presa!”.  “Es un problema de docilidad”, explica el guatemalteco. De 250 migrantes violadas que la oim detectó en un proyecto de atención, sólo 50 se dejaron ayudar, no se diga denunciar, sino ser asistidas médica y psicológicamente. El resto asumió que era inútil, que les volvería a pasar, que faltaba mucho camino.
El mundo de la migración —aunque hay actos de solidaridad entre migrantes centroamericanos— es un mundo de sálvese quien pueda. El camino es duro, y los momentos para la ternura son escasos. Muchas de las reclutadoras de carne nueva para los prostíbulos son las mismas centroamericanas que contra su voluntad llegaron a trabajar en ellos y que, años después, reciben algún dinero por ir a convencer a otras muchachas en sus pueblos, a prometerles lo que a ellas les prometieron: “serás mesera y ganarás bien”.
Flores tiene un nombre para esto: efecto espiral: “Yo, hondureña, salvadoreña, guatemalteca, llegué aquí a los 15, tuve que pasar por eso, y ahora tengo mi empresa que es hacerle eso mismo a otras”.
Érika recuerda con asco sus primeros días de prostitución. Aquéllos cuando dentro del antro cerraba el trato con el cliente con el que fichaba, y se iban al motel de enfrente durante media hora. Con la habitación inundada por el olor a cerveza y sudor se dejaba hacer. Y ellos a veces creían que eran sus dueños por esa media hora, que ella era como una casa y ellos la habían alquilado durante ese tiempo y la podían habitar como les placiera. Y recuerda que aquello, muchas veces, terminaba en lo que ella de niña tan bien conoció: golpes, insultos.
Se observa los ojos reflejados en el pequeño espejo circular que sacó de su cartera. Aspira con fuerza el cigarrillo mientras mira a la nada, como si cambiara de registro para volver de un pasado de ignorancia a un presente de costumbre. Lleva 16 años en esto. Desaparece la vulnerabilidad. Vuelve la misma mujer burlona y se despide chocando la mano y después el puño cerrado. Entra al Calipso contoneando su cuerpo blanco y curvilíneo.
Casillas y Flores explican que las hondureñas y salvadoreñas se cotizan bien en estos negocios porque, a diferencia de las mexicanas de esta zona indígena del Soconusco chiapaneco o de las pequeñas mujeres morenas de la autóctona Guatemala, las primeras tienen cuerpos menos compactos y tez menos oscura.
 
A las tres de la tarde, el Calipso está más lleno. Otro grupo de hombres regordetes ha llegado al centro botanero a ocupar otra mesa. La música pop de la rocola contrasta con el ambiente de bigotes espesos y barrigas prominentes. Keny entrega lo que lleva en una bandeja a una de las mesas, y la administradora la intercepta. Habla con ella un momento, y la salvadoreña de pequeños ojos negros y redondos camina hacia mi mesa.
Esto no ocurre en todos los lugares. El Calipso, dentro de lo que cabe, es un buen sitio para trabajar. Aquí los proxenetas no deciden sobre ninguna de las chicas. Si quieren hablar, hablan. Si quieren ocuparse, se ocupan. Nadie las obliga. En otros sitios, incluidos los lugares públicos, sobre cada centroamericana que se ofrece, hay dos ojos puestos.
En una ocasión, recuerda Flores, mientras intentaba entrevistarse con estas mujeres, se acercó a una que “hacía esquina” en la plaza central de Tapachula. Le explicó que estaba recopilando entrevistas para su organización y le preguntó si podían hablar. La respuesta de la chica fue la de una persona bajo vigilancia. “No puedo, me pega mi patrón”, se excusó emulando con sus gestos la negociación con un cliente, y una sonrisa… “no, no, gracias, adiós”.
Keny pide agua. Las cervezas las tomará más tarde. Hoy es viernes y el rendimiento de la noche es casi tan importante como el del sábado para sacar buenos pesos. La diferencia es que el viernes llegan los oficinistas, que descansan los dos días del fin de semana; el sábado en la noche, en cambio, muchos obreros acuden a cerrar su semana de trabajo abrazados a una centroamericana.

Desterrada dos veces
La voz de Keny es un susurro; un sonido reconfortante que proviene de algún lugar muy profundo de su caja torácica. Un tanto ronca y desgastada. Ella arrastra pausadamente su voz y cierra sus pequeños ojos negros cuando desea hacer un énfasis. Por ejemplo, cuando dice: “Estoy aquí porque no tengo a nadie en otro lado”. Y deja caer los párpados y se alacia su cabellera larga y negra.
Su vida estuvo marcada por ese enorme imán que jala desde arriba a Centroamérica. Cuando ella era apenas un bebé, su abuela emprendió camino; cuando tenía cuatro años, su papá se fue para el Norte; cuando tenía 14, una mañana despertó y su mamá tampoco estaba, se fue para arriba. Cuando cumplió 15, su hermana mayor también fue atraída y ella quedó en manos de unos tíos. Pero resume, y resume mucho: “Esos tíos no me daban de comer, se quedaban el dinero que mi papá mandaba y me criaban a golpes”. Su abuela, que volvió uno de esos días con papeles estadounidenses, vio la situación de su nieta y prefirió sacarla de ese martirio y entregarla a unos amigos para que la cuidaran. El cambio no cambió nada. Cuando ella tenía 16, la señora murió de un infarto y a partir de entonces el señor la golpeaba o la tocaba. Llamó a su hermana —tres años mayor—, que en su intento por llegar a Estados Unidos, recaló en Ciudad de Guatemala, con dos hijos más del que ya llevaba.
Ahí, en la Zona 7 de esa capital, vivió sólo unos meses con su hermana y su cuñado. Un ataque de celos de su hermana terminó en una pelea en la que a Keny casi le arrancan un pecho con un cuchillo: “Me dejó irreconocible, y me tiré a la calle a trabajar de mesera en una cantina”. Trabajó en una y en otra. Llegó a Puerto Barrios a probarse como bailarina en el Hong Kong, todavía con una camisa con el estampado de un dinosaurio de caricaturas en medio. Ahí, entre burlas, sus compañeras le enseñaron a bailar, a conquistar hombres cada noche, a fumar marihuana y crack, a maquillarse, a aspirar cocaína y a tomar, a tomar mucho: “Salí de ahí con camisas muy escotadas”.
Del otro lado de la frontera, del lado mexicano, una de las chicas del Hong Kong regresaba de tanto en tanto con más dinero del que ganaban las bailarinas en Puerto Barrios: “Es que en Huixtla pagan más”, les decía a las más jóvenes, como Keny, que tenía 17. Y ella se entusiasmó.
Terminó en México, en un antro de Cacahuatán, El Ranchón, durante años muy famoso, y ahora cerrado porque algunos clientes vendían droga. El Ranchón está por revivir este año. Ahora se llamará Ave Fénix. Keny lleva siete años moviéndose de lugar en lugar, de Huixtla a Tapachula y de ahí a Cacahuatán. De antro en antro en antro.
—¿Te prostituís o sólo fichás?
—Lo hice al principio. No me gustó porque es estar con alguien por quien no sientes nada. No sabés qué persona te vas a encontrar adentro del cuarto. Hay quienes te golpean. Me ha pasado que ya estando en el cuarto se comienzan a poner agresivos, y una a veces se niega, y ellos empiezan con los golpes. Ahora sólo me quedo con la bailada, las fichas, la bebida.
Las tarifas varían en esta frontera de prostitución. Una jovencita vale más que una vieja. Y aquí jovencita es sinónimo de menor de edad, y una vieja es la que pasa de 30. Las demás son el montón. Una de estas tardes, de regreso de una entrevista en Tapachula, abordé un taxi y pregunté al chofer por muchachas jóvenes, de unos 20 años, que se prostituyeran. Se llevó la mano a la frente y respondió: “Tarde, amigo, con mi primo teníamos un negocio de muchachas. Las llevábamos a hoteles y casas, todas jovencitas, pero no de 20, de 14 o 15 te conseguíamos, mexicanas y hondureñas, y te las llevábamos a tu hotel. Dos horas por 1,500 pesos [unos 150 dólares.] Yo me quedaba la mitad”.
Las tarifas varían. A más edad y más rasgos indígenas, se cobra más bajo, alrededor de 400 pesos la media hora. A menos edad y tez más blanca, la tarifa puede llegar a 2 mil pesos. Flores, el de la oim, tiene su propia ecuación: “Migrante, más indígena, más guatemalteca, es igual a sirvienta o prostituta de bajo cobro. Migrante, más hondureña, más jovencita, es igual a lo que llaman edecán o teibolera”.
En el Calipso la música pop ha dado paso a la canción norteña de El Gallo de Oro, Valentín Elizalde. La conversación con Keny continúa.
—¿Era cierto lo que te dijo tu colega del Hong Kong? ¿Ganás más aquí que en Guatemala?
—Sí, definitivamente. A veces vengo a trabajar de mesera de día y bailarina en la noche, y hago unos 1 mil o 2 mil pesos diarios.
En la frontera hay una casa de atención a mujeres víctimas de violación y trata en su trayecto hacia Estados Unidos. Sus encargados hablaron del tema, pero pidieron no ser identificados como institución: “Ya sabe, hay muchas mafias metidas en esto”, argumentaron. Dijeron que, de todos los casos atendidos, había dos razones principales por las que las mujeres decidían quedarse, no escapar: uno es que siempre ganan más de lo que ganaban en Centroamérica. Luego de un mes de estar en contra de su voluntad, empiezan a resignarse, y a verle el lado amable, a ver que tienen dinero para mandar a sus casas, y se dejan atrapar por esta vida de noche, de vicios, y su vulnerabilidad inicial se convierte en un carácter de piedra. Terminan revestidas por un caparazón que las protege de toda la porquería que tienen que enfrentar.
—¿Y tu familia sabe dónde estás?
—Me comunico sólo con mi padre, pero no sabe en lo que estoy. Mi hermana lo sospecha. Cree que soy mesera; no saben que bailo, que he llegado a “ocuparme”. Tengo que irme a El Salvador, no quiero que mi hijo de nueve meses crezca y me vea así, pero por mi cuenta. Allá nadie sabe cómo soy. Aquí todos conocen lo que he hecho. Allá sólo seré otra madre soltera. Mi familia no puede enterarse de esto. No lo entendería.
 
La segunda razón por la que las mujeres no huyen, explicaron los encargados de esa organización fronteriza, es la vergüenza. El pasado. Explicar dónde estuvieron. Y el miedo. Que les descubran su mentira. Flores lo explica con otro ejemplo, con una amenaza que circula en estos bares: “Sacan a una niña indígena de su tierra, le dicen que va a ser mesera, y la venden como prostituta. Le quitan sus documentos y le aseguran que si escapa, que si no obedece, contactarán a su familia y le mostrarán fotos de ella en las piernas de un hombre en el bar. Dile a una guatemalteca que toda su aldea se enterará de que no era mesera, sino prostituta, y pídele que se regrese. Verás que no quiere”.
Desde que pronunció la última frase, por los pequeños ojos negros de Keny resbala un hilo de lágrimas que ella se limpia con una servilleta con un sutil movimiento, para evitar que se le corra el maquillaje.
—¿En estos años te has encontrado con mujeres que estén a la fuerza?
—Han venido por su propia voluntad, porque ellas quieren. He escuchado comentarios de mujeres que las venden, pero cuando ya ven el lugar, se quedan. He hablado con algunas de ellas, y me dicen que se quedaron porque les ha gustado el dinero. Entonces es por su propia voluntad.
Otra vez el fantasma. Otra vez la fina red que hace que la trata no parezca trata. Culpa de la muchacha. Ella quiso quedarse. Los métodos de chantaje de los tratantes se camuflan como propuestas en las mentes de mujeres acostumbradas a sufrir y a ser valoradas como mercancía. Al final, nadie tiene la culpa. Las cosas son como son. Así han sido siempre.

La trata es confusa hasta para aquéllos para los que no debería serla. En Tapachula está una de las oficinas de la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas (Fevimtra). Sólo hay tres en todo México. A pesar de que en un informe publicado el 2 de febrero de este año, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito aseguró que en México la negligencia de las autoridades y el escaso reconocimiento del crimen hacen que la trata sea un delito en aumento. Sólo tres oficinas en un país de 32 entidades federativas, a pesar de que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra que alrededor de 20 mil niños y niñas son esclavizados para explotación sexual en este país.
Aunque por convenios internacionales en México la trata debería haberse considerado como delito desde el año 2003, no fue sino hasta septiembre de 2007 cuando entró en vigor una ley que así lo contempla y exige a las autoridades prevenirla. Sin embargo, a esa ley aún no la acompaña el reglamento que establezca cómo deberán operar los perseguidores de ese crimen ni tampoco se ha creado la comisión intersectorial que debería dictar estas normas y crear un sistema de información.
Desde su despacho, David Tamayo, el “fiscal antitrata” de Tapachula, la ciudad atestada de bares y de historias de niñas obligadas a actuar como mujeres en la cama con un desconocido, contestó a nuestras preguntas con quejas y tibiezas.
—¿Qué tan común es que reciban casos de trata de centroamericanas?
—Han llegado muy pocos. Este tipo de delito casi no se denuncia, porque quienes intervienen, Migración y otras instituciones, no los canalizan acá; las deportan y se pierden las denuncias. Es un fenómeno preocupante, pero fantasmal, no se ve. Sólo de cuatro asuntos hemos conocido.
—¿Y cuántos procesos han ganado?
—Están en proceso todos.
—¿Puedo hablar con un fiscal que lleve un caso?
—No, es confidencial.
—Siendo fiscalía, ¿no actúan de oficio?
—No. Sólo se politizan las cosas. Nuestra tarea es la divulgación de la ley y la prevención. La policía es la que trata de ser operativa. A veces nos avisan, a veces no. Por la cuestión de fuga de información. Es otro problema que enfrentamos, nunca nos avisan de los operativos. Los grupos delictivos están incrustados en las policías.
—¿Son redes criminales bien organizadas?
—Es característico de los cárteles. Abarcan todos los delitos de orden federal: secuestro, narcotráfico, trata de personas. No conocemos concretamente qué grupo es el que está en esto. Es imposible identificarlos.
Y eso es una mentira rotunda. Uno de esos días visité en Ciudad Hidalgo, el municipio bañado por las aguas del río Suchiate, a un miembro de la alcaldía. Le comenté que buscaba historias de mujeres en prostitución, y accedió a llevarme a un bar llamado Las Nenitas. Enclavado entre callejuelas de tierra, a las dos de la tarde sólo dos mujeres estaban tras la barra. Tesa nos atendió. Era una guapísima hondureña, alta y morena, enfundada en botas de plataforma, un pantalón ceñido y una blusa escotada hasta el escándalo. En Las Nenitas, contó el funcionario, todas se prostituyen. Comenté a Tesa mi interés en hablar con ella, sin mencionar la palabra trata. Dijo que sí, que hablaría conmigo otro día, y me dejó un número de teléfono que nunca contestó.
Al salir del bar, el funcionario explicó que el dueño del antro era un zeta muy reconocido en Ciudad Hidalgo. En otras palabras, un miembro de esa banda criminal que opera de forma independiente y como brazo armado del Cártel del Golfo. Que cómo sabía eso, le pregunté. Contestó que Ciudad Hidalgo era muy pequeña, y que siempre que el dueño sale, porta un fusil ar-15 y se hace acompañar por tres guardaespaldas armados. Dijo que en la ciudad, esa banda controlaba la trata, enviaba gente a reclutar muchachas a Centroamérica y a veces secuestraban a migrantes y las vendían a camioneros como material desechable, para usar una noche. “No diga mi nombre, por favor”, fue lo último que dijo el funcionario.
Volviendo al argumento del fiscal de que es imposible identificar a esas bandas, habría que aclarar que hay una abismal diferencia entre querer y poder. Entre intentar y temer.
 
Son las cuatro de la tarde, y Keny se levanta de la mesa y se pone un delantal para llevar cervezas a los clientes. Hoy hará doble turno. Más tarde cambiará el pantalón, las chancletas y el delantal por unas sandalias de plataforma negras y un chillón traje amarillo con botones en un costado, para poder arrancárselo sobre la pista de baile.
Connie regresa al antro y se cruza con Keny cuando ésta se aleja: “Qué ondas, vieja”, se saludan. Connie no trabaja de mesera. Lo suyo es la noche. Fichera y bailarina. Se presentó esta tarde porque la administradora se lo pidió, y viene a lo que viene. A recordar.
Yo no me quedo aquí
Su mirada es de profunda desconfianza: “¿Qué quiere? Explíqueme dónde va a salir esto”. Connie es una mujer segura que se cubre las espaldas. Ya me lo habían advertido: es de armas tomar.
“Yo vine aquí con mis cinco sentidos, nadie me trajo”, apunta, enrumbando la conversación. Tiene 18 años, y cuando llegó, cuando dice que lo tenía todo calculado, era una niña de 15. Conversa menos que Keny y Érika, pero los detalles que regala poco a poco permiten desmenuzar otros aspectos del fantasma que recorre la frontera.
Dice que un compatriota suyo, un guatemalteco que trabajaba en esta zona como mesero, le dio la llave de salida, le dio la idea para escapar de un mundo que ella quería dejar luego de ver la suerte que le espera a una joven de su edad en las calles de su barrio. Un mes antes de que hiciera la maleta rumbo a los prostíbulos de Tapachula, adonde llegó primero, su hermano había caído muerto a media calle. Tres disparos. Tenía 16 años, era cobrador de una ruta de autobuses de la capital guatemalteca y La Mara Salvatrucha lo quería reclutar. La pandilla más peligrosa del mundo, según el fbi, le propuso encargarse de extorsionar a los conductores de los autobuses; ofrecerles seguridad a cambio de una cuota o inseguridad a cambio de su negativa. El hermano de Connie rechazó la propuesta. Ante la negativa, tres balazos: pecho, abdomen y cabeza.
—Ese mismo mes, la Mara mató como a 15 niños en mi colonia, todos entre 14 y 16 años —recuerda Connie—. Yo ya no podía vivir en paz.
Mientras niños y niños caían abatidos por el plomo, su vida transcurría: su padre se emborrachaba cada noche y la acosaba, como lo hacía desde que ella tenía ocho años. Su madre, como Connie explica, se encargaba de “embarazarse y embarazarse”. Connie es la mayor de sus ocho hermanos.
Muchas niñas centroamericanas, explicaron los cónsules en Tapachula de El Salvador y Honduras, escapan de situaciones de marginalidad. De circunstancias que, traducidas a hechos, son el miedo a una pandilla o una vida familiar peor que la que podrían llevar como niñas de la calle. Son aquellas circunstancias que relativizan, que les permiten ver la prostitución, la violación, la trata, con los prismáticos de una realidad distorsionada. Una realidad donde los niños caen muertos por decenas, los padres son acosadores, y los barrios, zonas de guerra. Por eso, dentro de su mundo, Connie, que desde niña trabaja en prostíbulos, recorta la realidad y divide lo que le parece normal de lo que le parece inusual para responder a la pregunta de cuál es su peor recuerdo desde que llegó.
—Hubo un tiempo en que me fui a trabajar a Huixtla, a otro negocio de allá, y me detuvo Migración en Huehuetán. Me enfermé de los nervios, me dio depresión. Nunca había estado en un lugar así, con tanta gente. Era la única mujer entre tanto hombre, me acosaban. Eso es una prisión. El encargado de Migración me daba a entender que si yo le daba sexo, él me dejaría ir.
En Chiapas, según ha documentado la cndh, ocurre que a veces las autoridades migratorias actúan como acosadoras de las mujeres. ¿Quién quiere denunciar un caso de trata a un agente que te ofrece sexo a cambio de libertad? Y la negligencia no termina ahí. El Instituto Nacional de Migración, como ya explicaba el fiscal antitrata, es el que muchas veces impide que estos testimonios de trata lleguen a un juzgado o a los cónsules.
El cónsul guatemalteco no quiso hablar del tema. Nelson Cuéllar, el salvadoreño, sí aceptó sentarse a explicar por qué hay cosas que aquí no funcionan. Comenta que en sus tres años como funcionario en Tapachula, sólo ha visto dos casos de trata. Pero que en ambos, al final, frente al agente del Ministerio Público, los denunciantes se arrepintieron. Por lo demás, enterarse de la trata de blancas depende de la suerte, no de la cooperación de otros.
—Cuando hacen las redadas en centros de tolerancia, no nos informan. Las repatrian a sus países. Migración debería avisarnos antes de deportarlas, para entrevistarlas, ver si han sido víctimas. Pero las regresan como si fueran migrantes normales a las que agarraron caminando. Es más, se maquilla todo por parte de ellos.
 
Una de esas calurosas noches fui a una zona de tolerancia muy popular en Tapachula: Las Huacas. Antes de eso había conversado ingenuamente con el secretario de Seguridad Pública Municipal, Álvaro Monzón Ramírez. Sólo a él le pedí autorización para poder establecer como base de esa noche el quiosco de la policía municipal que está frente a los prostíbulos. A nadie más. Cuando llegué a Las Huacas sólo un antro estaba abierto; los demás habían cerrado, algo inusual para la noche de un jueves. Al preguntar a un encargado que cerraba su negocio, me contestó: “Vinieron unos policías municipales a avisarnos de que hoy habría redada y de que vendrían policías con agentes de Migración y varios periodistas”.
La noche siguiente regresé a Las Huacas sin avisar a nadie. En esa ocasión, como a la una de la madrugada, todas las prostitutas centroamericanas del antro donde estaba corrieron en estampida hacia una puerta negra en el fondo que da a la nada, que las saca a un riachuelo que hace de traspatio de la zona. Luego, una de ellas me explicó que un agente de Migración había llamado a la dueña del antro de enfrente para avisarle que habría operativo.
Connie pide su segunda cerveza y se muestra algo inquieta. Los clientes llegan poco a poco a pesar de que todavía no anochece. Tiene dos hijos menores de cinco años, y a fuerza de baile y cama ha logrado traer a México a toda su familia. Toda: su madre, su padre, sus siete hermanos y una sobrina.
Aunque sean migrantes que apenas han cruzado el río Suchiate, algunas de las centroamericanas que dan vida a estos prostíbulos son el sostén de sus familias. Por eso, explica Connie, “muchos niños y niñas de Guatemala se vienen con gente que llega allá a ofrecer a uno que van a ganar buen dinero”. Así, niñas y niños. El 13 de febrero [de 2009], policías federales y miembros de Fevimtra allanaron una casa en Tapachula. Adentro encontraron encerrados a 11 niños, todos en un cuarto maloliente donde dormían en lonas, sobre el piso. Las autoridades acusaron al dueño de la casa, un mexicano de 41 años, de obligarlos a trabajar hasta 14 horas en las calles, como su ejército de esclavos, en la venta de globos, cigarros y golosinas. Lo acusan también de negarles agua y comida, y de propinarles golpizas si no vendían lo suficiente.

Es hora de dejar ir a Connie. La hora estelar se acerca y pronto tendrá que subir al escenario o sacar fichas a varios hombres. Ella todavía es joven, por lo que en una buena noche saca hasta 6 mil pesos. Keny, en cambio, con 24 años es una del montón, y en una buena noche saca la tercera parte. Antes de irse, Connie voltea a verme y responde a una pregunta que al parecer quería que le hiciera. ¿A qué te dedicás ahora? ¿Qué harás en el futuro?
—Yo ya no “me ocupo”. Lo hice al principio, pero ya no, no me gusta. Y no pienso quedarme aquí. En unas semanas me voy. Mi novio me dice que él me va a sacar y que va a mantener a mi familia. No quiero que mis hijos me vean así.
Por desgracia, nada de eso pasará. Sé que Connie es una de las que “se ocupa” en el bar. Sé que hace unas noches entró al cuarto con un hombre y que lo volverá a hacer hoy. Y lamentablemente, cuando dijo lo que dijo, Connie no sabía que su novio la abandonaría unos días después.
La noche en el Calipso arranca y sigue su curso normal por unas horas. El antro se divide en dos. A un lado del traspatio está el centro botanero, donde unos 40 hombres gritan, bailan con las ficheras o las sientan en sus piernas. Al otro lado están la luz neón y la pista de baile, donde diez hombres esperan el espectáculo. Cuando la noche avanza, el lado de las botanas se vacía y el de la barra se llena con los clientes que se trasladan. Los que quieren seguir la noche.
En el Calipso, Érika, Keny y Connie han tomado posiciones y se ganan el dinero como tienen que hacerlo desde que eran niñas, cuando llegaron aquí ya con experiencia en vivir vidas que se destartalan a cada vuelta de rueda. Pasada la medianoche, Keny la salvadoreña baila sin ropa sobre el escenario e intenta controlar sus movimientos después de 23 cervezas. A Érika la hondureña, 30 cervezas la han soltado y, subida sobre una mesa, restriega sus nalgas desnudas en la cara de un hombre bigotudo al que se le ha caído el sombrero. Le ha invitado unas cinco cervezas, cinco fichas, y es hora de empezar a compensarle. Connie baila en minifalda con el hombre prieto y barrigón con el que luego se irá a un cuarto.
Mañana, con otros nombres, con otros hombres, la escena volverá a empezar en el Calipso y en decenas de antros de la frontera. Las centroamericanas volverán a agitarse. Como lo hacen todas las noches, como lo hacen desde niñas. m

La periodista Carmen Aristegui realizó para su programa en CNN una entrevista con Óscar Martínez la cual puede ser vista en el siguiente enlace: http://cnn.mx/v000KJH

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